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Reemplacemos los vanos argumentos por el diálogo constructivo

Francisco Miraval

Recientemente aprendí algo que ya había aprendido antes pero que tuve que aprender otra vez: no se puede argumentar con alguien que permanece ciego a sus propios prejuicios, porque el argumento sólo generará enfrentamiento, sin que nada se logre.

La idea de permanecer ciego a las propias ideas, es decir, una especie de “punto ciego” de las creencias propias, ha sido suficientemente analizada por Mahzarin Banaji y Anthony Greenwald en su libro Blind Spot, en el que enfatizan desde el mismo subtítulo que quienes generalmente no ven sus propios prejuicios son precisamente “las personas buenas”.

En otro contexto, el Dr. Otto Scharmer, profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) e impulsor de la Teoría U, también habla del “punto ciego”, pero no a ya a nivel individual, sino global. Y ese punto ciego colectivo, afirma Scharmer, es la base y sirve para convalidar las brechas política, económica, cultural y espiritual que ahora nos dividen.

En definitiva, según estos expertos, hemos prácticamente perdido la capacidad del diálogo tanto a como personas como en un contexto grupal. Y eso trae innegables consecuencias. Como dice la Dra. Sherry Turkle (MIT) en Reclaiming Conversation, la pérdida de la capacidad de conversación (reducida ahora al intercambio de información mediatizada por plataformas tecnológicas) nos quita la capacidad de desarrollar empatía.

Obviamente, se trata de un tema muy complejo cuyo análisis va mucho más allá de esa limitada columna. Pero queda claro que, si al hecho de mantenernos ignorantemente encerrados dentro de nuestras propias ideas le sumamos el hecho que ahora le damos preferencia a la interacción digital que a la interacción humana, en el mejor de los casos un diálogo constructivo se vuelve difícil o imposible. Y, en el peor de los casos, el diálogo se convierte en un enfrentamiento.

En su libro Falling Upwards, Richard Rorh (sacerdote franciscano) describe ese encierro como “la inmadurez de la primera etapa de la vida”. Y esa inmadurez no se supera con argumentos, sino por medio de un proceso de autodescubrimiento que lleva a tomar consciencia de la falsedad y superficialidad del ego que uno se ha construido. Y a su vez, eso lleva a desarrollar una “consciencia de la unidad”.

Sin esa “consciencia de la unidad”, uno queda atrapado dentro de una “consciencia dualista”, es decir, todo se ve como un enfrentamiento entre opuestos en el que tiene que haber un vencedor. En ese marco, lo único que se ven son las diferencias y lo único que se hace es acentuar esas diferencias, generándose así aún más conflictos. Por eso, no se sale del encierro por medio de argumentos.

¿Cómo se supera ese ciclo negativo de negarse al diálogo, de acusar al otro, y de cerrar la mente, el corazón y la voluntad? ¿Cómo podemos abrir nuestras mentes, corazones y voluntades para cocrear el futuro? Abandonando la ilusión de que el cambio comienza fuera de nosotros y dejando de lado las tradicionales respuestas a eventos disruptivos. O, como dijo Pablo de Tarso, transformarnos al renovar nuestra mente. 

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