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Paradojas existenciales, sí. Contradicciones narcisistas, no.

Francisco Miraval

Las paradojas existenciales han sido parte de la humanidad desde que la humanidad es tal, precisamente porque nosotros, los humanos, aún no estamos totalmente seguros de qué o quiénes solos realmente ni mucho menos de cuál es nuestro propósito o destino, aquí o en el más allá (si es que lo hay).

Por eso, el filósofo griego Heráclito pedía “esperar lo inesperado”, una obvia contradicción, porque si algo es inesperado no se lo puede esperar. Pero allí precisamente radica la validez del pedido. 

En el contexto de la tradición judeocristiana, esas paradojas se presentan frecuentemente. Uno de los principales impulsores del cristianismo en su etapa inicial, Pablo, afirmaba que él hacía lo que no quería y que no hacía lo que quería. Y el desconocido escritor (o escritora) de la llamada Epístola a los Hebreos (11:7) habla de vivir como “viendo al invisible”.

Ver lo invisible es tan contradictorio como esperar lo inesperado. Y el lamento del Pablo sobre las contradicciones internas se transforma en celebración con Walt Whitman cuando en su Canto a Mí Mismo (parte 51) declara “¿Me contradigo a mí mismo? Muy bien. Entonces me contradigo a mí mismo”, agregando “Yo contengo multitudes”.

Esas paradojas existenciales y esas contradicciones esenciales al ser humano han sido conocidas y magistralmente expresadas a lo largo de la historia por filósofos, teólogos, artistas, poetas y escritores, y obviamente por incontables seres humanos “comunes y corrientes”, por así decirlo. 

Quizá por eso, como bien dijo el filósofo alemán Richard David Precht en el título de uno de sus libros, la pregunta “¿Quién soy?” debe ser seguida por “¿Cuántos soy?”

Pero, como ya lo había advertido Herbert Marcuse, esa paradójica multidimensionalidad del ser humano se ha reducido en nuestro contexto social y cultural a un ser humano unidimensional, una caricatura de lo que realmente somos o podemos ser y, de hecho, una monstruosidad condenada al olvido, como Nietzsche y Kafka, de distintas maneras, lo indicaron. 

Quizá por eso, las paradojas existenciales se han transformado en caprichos narcisistas, en los que la edad del caprichoso ya resulta irrelevante y en los que ya no se ve la paradoja existencial como tal (porque eso obligaría a reconocer al otro y a lo otro en uno mismo), sino que cada uno sólo se ve a sí mismo, al mejor estilo de Narciso contemplando incansablemente su propia imagen.

Los griegos antiguos tenían una palabra para describir esas contradicciones narcisistas, ese creerse más de lo que uno es, ese querer insensatamente modificar el universo por capricho. Ellos la llamaban hybris, algo así como orgullo exagerado o insolencia. Y no se trata sólo de una mera actitud sin consecuencias, sino de una “incongruencia monstruosa e implausible”, como dice el filósofo francés Luc Ferry. 

¿Y por qué esas contradicciones narcisistas resultan peligrosas para la comunidad en su totalidad, incluyendo la comunidad global? Porque mientras las paradojas mantienen nuestras mentes y corazones alertas, el narcisismo siempre lleva a la destrucción propia y ajena al mantener cerrados los corazones y las mentes. 

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