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Los milagros todavía suceden, aunque sea sólo por coincidencia

Francisco Miraval

A veces uno se arrepiente casi inmediatamente de haber dicho lo que dijo, aunque no haya habido mala intención al decirlo. Eso es exactamente lo que me sucedió hace pocos días cuando presencié un milagro que segundos antes afirmé no iba a suceder.

Dos veces al mes, siempre sábados por la mañana, tengo la oportunidad de asistir con mi hijo a un programa de ayuda a personas necesitadas en el centro de Denver. Aunque el nombre oficial es otro, me gusta llamar a este programa “Desayuno con los Desamparados”.

No dije “para” los desamparados, sino “con” ellos, porque en definitiva no hay diferencia entre quienes están de un lado de la mesa sirviendo la comida y quienes están del otro lado recibiéndola.

Debo aclarar, porque es importante para entender el milagro, que nadie organiza el evento. No hay un director ni coordinador. Nadie llama a nadie para decir lo que hay que llevar. Por eso, nunca se sabe con cuántos voluntarios se va a contar o cuánta comida habrá disponible. Y nunca se puede anticipar cuántas personas llegarán a compartir esa comida.

Por favor, no se me entienda mal. No se trata de un grupo desorganizado, sino de un grupo “orgánico”, en el que cada persona tiene la libertad y flexibilidad de aportar lo que quiera o pueda cuando quiera o pueda hacerlo. Ya es un milagro en sí que desde hace años se pueda ayudar a cientos de carenciados cada vez que se ofrecen los desayunos.

Pero recientemente se acabaron las botellas de agua y los “hot dogs” cuando todavía quedaban unas 50 personas sin servir. Le dije a mi hijo entonces que sería bueno levantar la tapa de la parrilla, ya vacía, donde habíamos estado cocinando los “hot dogs” y encontrarla llena una vez más.

Levanté la tapa de la parrilla y obviamente no había ningún “hot dog”. Mi hijo inmediatamente me recordó que ese tipo de multiplicación de alimentos funciona únicamente con panes y peces, pero no necesariamente con “hot dogs”.

Le dije entonces que sería bueno que sucediese un milagro porque todavía había decenas de personas para quienes ese desayuno iba a ser probablemente la única comida caliente del día. Y me lamenté en voz alta que el milagro no hubiese sucedido.

No terminé de expresar mi lamento cuando inesperadamente un camioneta se estacionó junto al grupo de personas esperando ser servidas. Cuatro jóvenes descendieron del vehículo y comenzaron a repartir botellas de agua y comida entre los necesitados. Terminada la tarea, los jóvenes regresaron al vehículo e inmediatamente se fueron.

Nadie del grupo de voluntarios conocía esos muchachos que llegaron con comida extra. Y nadie los llamó. Simplemente aparecieron, repartieron la comida y se fueron. Y lo hicieron precisamente cuando yo acaba de decir con toda mi “sabiduría” que ya no sucedían milagros.

No sé si se trató de una intervención divina o de una simple coincidencia. Quizá fue una milagrosa coincidencia que sirvió tanto para alimentar a los necesitados como para sacudir mi incredulidad.

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