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El encierro interior nos encarcela más que gruesas paredes y barras de hierro

Recientemente leí la historia de un hombre que, a pesar de ser inocente, permaneció encarcelado durante décadas hasta que, luego de la muerte del juez original, otro juez quedó a cargo del caso y reconoció la inocencia del recluso, dejándolo en libertad. Pero, de manera extraña, al llegar a la puerta de la cárcel y con la puerta abierta, el hombre se negó a salir.

El hombre explicó que él había pasado tanto tiempo encarcelado que todo su mundo se limitaba ahora a su celda y que, por eso, a pesar de ser libre, no tenía ni el deseo ni la energía de explorar el mundo de su libertad. Por eso, dijo, prefería regresar a la cárcel.

Pero entonces, según la historia, sucedió algo aún más extraordinario: el juez entendió la situación del hombre y, en vez de obligarlo a salir de la cárcel, le permitió regresar a su celda, pero con dos condiciones: la puerta de esa celda permanecería siempre abierta y cada día el hombre debería salir al mundo y explorar una sola cosa. Luego, podría regresar a la prisión.

La historia, por lo menos en la versión que yo leí, no dice qué pasó con el hombre, pero uno puede imaginarse que durante varios días se mantuvo dentro de su celda hasta que finalmente una mañana reunió suficiente valor y fuerzas para salir al mundo. Quizá primero recorrió sólo unos pocos metros fuera de la prisión y luego un poco más, y así sucesivamente.

Si aún mantenía algo de cordura, seguramente escuchó las palabras del juez y detectó la sabiduría de concentrar su exploración en una sola cosa a la vez, sin intentar absorber todas sus nuevas experiencias simultáneamente. Y luego, con el correr de los días, seguramente comprendió la necedad de regresar a su celda, un lugar que ya no podía contener su libertad.

No sé si esta historia es real, aunque pretende serlo y aunque existen casos documentados en los medios muy similares. Pero sí sé que, si somos honestos con nosotros mismos, nosotros nos parecemos mucho al hombre de la historia. En algún momento, gracias a la así llamada “educación”, perdimos nuestra libertad, nuestra creatividad, nuestros sueños. Y no se crea que estoy divagando.

Hace años, el Dr. George Land, científico contratado por la NASA, comprobó que el 98 por ciento de los niños de 4 y 5 años piensan con la categoría de genio. Cinco años después, sólo el 30 por ciento siguen siendo genios. Y al terminar la escuela, sólo el 2 por ciento. Y luego de ese proceso de “desgenialización” los declaramos adultos y les abrimos “las puertas de la vida”.

Pero ¿qué les pasa luego en la vida a esos jóvenes que “perdieron” su genialidad? Un artículo publicado este mes en la revista Intelligence por cuatro expertos en psiconeuroinmunología revela que, por esa pérdida, los jóvenes viven en constante “riesgo psicológico y fisiológico”.

¿Cuál es la solución? Recuperar la creatividad al explorar día tras días nuevos elementos de nuestra libertad. 

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