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Cuanto mejor la pregunta, mejor será la respuesta

Francisco Miraval

Cuando yo todavía estaba estudiando en la universidad, mi mentor (el Dr. Armando Vivante) se negó consistentemente a responder mis preguntas, argumentando que yo no sabía lo que estaba preguntando porque, si lo hubiese sabido, entonces yo no hubiese hecho esa pregunta. Me llevó años entender la sabiduría de ese enfoque.

Recordé aquellos intercambios al leer recientemente (pero ¿dónde?) que la dimensión de las respuestas en nuestra vida está determinada por el tamaño de nuestras preguntas. Si nuestras preguntas son pequeñas o irrelevantes, las respuestas también lo serán o no habrá respuesta alguna.

Por el contrario, si las preguntas son significativas y suficientemente comprehensivas, entonces las respuestas también lo serán. Lamentablemente, creo que vivimos en una época en la que las preguntas ya no se hacen para obtener respuestas, sino precisamente para impedir las respuestas.  Pero no nos exime de hacer preguntas.

De hecho, uno de los mejores ejemplos de hacer preguntas con el propósito de avanzar en el conocimiento, en vez de sólo confirmar lo que uno ya sabe o tratar de demostrar los errores del otro, son aquellas preguntas que Sócrates no se cansaba de hacer y que tanto molestaban (y con razón) a sus interlocutores.

Se trataba de preguntas honestas, aunque multidimensionales, que obligaban a descubrir aspectos previamente no detectados en lo que se decía o lo que se creía, así como a tomar consciencia de las consecuencias no pensadas de las creencias o ideas a las que uno se adhiere.

Lo interesante del caso es que esas preguntas llevaron a que Sócrates entendiese que la verdadera sabiduría consistía en el reconocimiento de la ignorancia propia, contrariamente a lo que sucede hoy, cuando la ignorancia se confunde con “sabiduría” y arrogantemente se proclama como si lo fuese.

Por eso, las preguntas, cada vez más empequeñecidas en su alcance y expectativas, ya no buscan respuestas ni están abiertas a opciones no anticipadas. Las preguntas se han vuelto unidimensionales y todas las respuestas se reducen a un “sí” o un “no”, correcto o incorrecto, aceptable o inaceptable, sin matices ni alternativas intermedias.

Pero ¿qué pasaría si dejásemos de simplemente descargar información y realmente nos abriésemos al diálogo en vez de participar de monólogos alternados en el que ninguno escucha al otro porque no hay intención alguna de escucharlo?

¿Qué pasaría si volviésemos a hacer preguntas de tal tamaño que sus respuestas no pueden ser ni anticipadas ni calculadas, por lo que sólo podrán ser creadas por medio del mismo diálogo que generó las preguntas?

Quizá entonces entenderíamos algo que mi mentor me dijo alguna vez, aunque sólo tiempo después lo entendí: la pregunta es más importante que la respuesta y, si uno realmente sabe qué preguntar, entonces uno ya tiene la respuesta. El problema es que ni siquiera sabemos qué preguntar.

Mientras tanto, en nuestra vida diaria, seguimos con preguntas y respuestas pequeñas, a la vez que la “vida diaria” es cada vez más la ficción a la que nos aferramos por no querer enfrentarnos a las grandes preguntas.

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