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Cada pieza de un rompecabezas aún no terminado sigue siendo valiosa

Realicemos este experimento mental: supongamos que, por algún motivo, cada día recibimos una pieza de un rompecabezas. No sabemos cuántas piezas tiene el rompecabezas y desconocemos la imagen final. Por eso, surge la pregunta: ¿qué hacemos con las piezas del rompecabezas que ya tenemos?

Existen, obviamente, varias opciones. Por ejemplo, podemos ir juntándolas hasta contar con suficientes piezas como para comenzar a tratar de armar algo. O podemos ignorar todas esas piezas, ya que no sabemos si alguna vez recibiremos la pieza final, por lo que sería ridículo dedicarle tiempo a una tarea imposible.

Pero una cosa es cierta: con cada nueva pieza aumentan las probabilidades de que podamos comenzar a construir por lo menos parte de la imagen y, por eso mismo, aumentan las posibilidades de que algún día, en las condiciones correctas, resolvamos el rompecabezas. 

Y otra cosa también es cierta: si descartamos todas las piezas, aunque continuamente sigan llegando piezas nuevas día tras día, nunca tendremos la oportunidad de resolver el rompecabezas. 

Dicho de otro modo, tenemos que tomar la decisión de determinar si cada pieza es valiosa en sí misma, aunque no veamos ese valor inmediatamente, o si, precisamente porque no vemos ningún valor inmediatamente, las piezas del rompecabezas no valen nada y, de hecho, el rompecabezas en sí no vale nada.

Si aceptamos la primera opción, ordenaremos y reordenaremos (esa es la clave) las piezas que ya tengamos, no para ajustarlas a lo que nosotros veamos en ellas, sino para que ellas nos muestren lo que nos quieran mostrar. Como alguien dijo, cuando ves un árbol, no ves el árbol, sino que es el árbol quien te dice “¡Hola!” 

Si, por el contrario, aceptamos la segunda opción y descartamos todas las piezas, entonces no hay ni habrá rompecabezas para resolver y cada nueva pieza será tan carente de significado como todas las que la precedieron y todas las que la seguirán.

Pero ¿qué pasaría si en algún momento, por algún tipo de misteriosa circunstancia, nos damos cuenta de que, aunque las piezas llegaban una por una, siempre tuvimos con nosotros y en nosotros todas las piezas del rompecabezas? Quizá estábamos tan concentrados en la nueva pieza que no comprendíamos que ya teníamos todas las piezas. 

Este ejercicio mental, bien entendido y llevado al extremo, debería indicarnos que no vemos el futuro porque no queremos verlo. 

“Estamos siendo confrontados por algo tan completamente fuera de nuestra experiencia colectiva que realmente no le vemos, ni siquiera cuando la evidencia es abrumadora”, escribió Ed Ayers. Pero Ayers no escribió esa observación ahora ni lo hizo en referencia a la pandemia o al coronavirus. Lo hizo en su libro La última oferta de Dios en 1999. 

¿Por qué Ayers pudo ver el futuro y nosotros no? Porque, dijo Ayers, “la sociedad humana amenazada se vuelve más ciega al caer”. Y la ceguera es tan grande que no tomamos consciencia de que no vemos. Tenemos todas las piezas del rompecabezas, juntas y en orden, y no las vemos. ¡Qué lástima!

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