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“No tengo con quien filosofar”

Francisco Miraval

La afirmación, pronunciada sin previo aviso y más parecida a una confesión, me tomó por sorpresa. “No tengo con quien filosofar”, expresó un hombre, a quien llamaremos Mario, respetuosamente interrumpiendo una presentación sobre temas comunitarios.

Su declaración, que podría interpretarse como un pedido de ayuda, claramente había sido pensada y calculada para llamar la atención sobre las pocas oportunidades que se nos presentan para conversar con otras personas de temas que van más allá de la cotidianeidad y de la superficialidad.

Mario explicó que él no estaba hablando de la oportunidad de conversar sobre temas filosóficos. Su interés de repasar 2500 años de historia de la filosofía occidental desde los presocráticos hasta los postmodernos era mínimo. Lo único que Mario buscaba era la posibilidad de sentarse a hablar con una persona o con un grupo sin tener que autocensurar sus preguntas.

Habiendo dejado su país natal en busca de mejores oportunidades, Mario quedó separado de su familia y de la posibilidad de continuar con su educación formal. En su nuevo país, diferencias de idioma y de cultura complicaron aún más todo intento de diálogo. Pero “ciertas preguntas”, como él las describió, reaparecían en su mente una y otra vez.

“Quiero saber quién soy y por qué estoy aquí. Quiero entender lo que está pasando y qué está por pasar. Quiero hacer preguntas sobre mi ser interior. Pero no encuentro con quien hacerlo”, subrayó.

Como una manera de enfatizar el aislamiento existencial en el que él se sentía, Mario resumió la vida diaria (de él y de aquellos a su alrededor) como “levantarse, ir a trabajar, volver a descansar y repetir lo mismo al día siguiente”. Y en ese contexto, dijo, “De lo único que se puede hablar es del clima, o de deportes, o de las telenovelas”.

A la vez y por eso mismo, las preguntas que casi todos evitan y que Mario no puede evitar, preguntas de alto contenido filosófico, pero a la vez eminentemente prácticas, quedan excluidas de la conversación y fuerzan a Mario a repetir un indeseable soliloquio sobre su infortunio y su inmerecido encierro intelectual.

¿Pero cómo y por qué se ha desvalorizado tanto el diálogo que ya no se puede hablar de “las cosas importantes de la vida”, excepto en el caso de estar comentando una película, con la superficialidad propia de esos comentarios?

¿Tanto se han cerrado nuestra mente y nuestro corazón que ya ni siquiera prestamos atención al cuestionamiento de nuestra propia existencia, algo que definió a los seres humanos en épocas anteriores?

¿Y por qué alguien como Mario, que necesita reencontrarse con sí mismo para encontrarle sentido a su vida, no puede hacerlo? ¿Qué perversas fuerzas están actuando para que ni él ni muchos como él lo logren?

Mientras tanto, los “Marios” y las “Marías” del mundo corren cada día el creciente riesgo encerrarse tanto dentro de ellos mismos que podrían llegar a convertirse precisamente en lo que no quieren ser. Todo eso por no tener con quien conversar de temas “profundos”.

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