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“La luna sólo se ve de noche” y otras falsedades que aprendí de niño

De niño aprendí que, así como el sol solamente se ve de día, la luna solamente se ve por la noche. Hasta que un día, con pleno sol, salí al patio de la casa, miré hacia arriba y allí estaba la luna. Lo que me habían enseñado (incluso inintencionalmente) era patentemente falso, pero no fue eso lo primero que pensé.

Al ver la luna de día, primero pensé que yo estaba viendo mal. Quizá no era la luna. Quizá era otra cosa, como un simple reflejo en el cielo, o alguien jugando con un barrilete (cometa), o una bolsa o un globo llevados por el viento. 

Como bien decía con toda hilaridad Mark Twain: ¿A quién vas a creer, a mí o a tus mentirosos ojos?” Mis ojos me estaban mintiendo, pensé. No podría haber otra explicación: me enseñaron que la luna no se veía de día y entonces, contrariamente a lo que mis ojos me mostraban, lo que yo veía no podía ser la luna.

Pero pronto comprendí que no había nada malo con mis ojos y que el objeto en cuestión que yo veía en el cielo y en pleno día era, sin dudas, la luna. Entonces, tuve que buscar una explicación, aún más “catastrófica”, para reconciliar lo que yo estaba viendo con mis creencias: algo estaba mal con el universo. 

Quizá la luna se había salido de su órbita. O quizá la tierra había dejado de rotar. Quizá habría una colisión entre la luna y la tierra. Algo había dejado de funcionar como antes funcionaba y ahora, como mis ojos lo confirmaban, la luna se veía de día y todos estábamos en peligro. 

Pero si eso era así, ¿cómo podía ser que todos a mi alrededor estaban tan calmados? ¿Y por qué los medios de comunicación no hablaban de la inminente catástrofe? Por un momento pensé que yo era el único, o por lo menos el primero, que había visto el peligro. Pero pronto descarté esa hipótesis, porque no tenían sentido pensar que yo era el único mirando al cielo ese día.

Quedaba entonces solamente una opción: aquella enseñanza de que la luna solamente se veía de noche era falsa. Pero resultaba muy difícil aceptar esa opción porque entonces habría que admitir que aquellos mismos adultos que me habían enseñado que la luna sólo se veía de noche también podrían haberme enseñado otras falsedades. 

Con el correr de los años, finalmente acepté que efectivamente eso era lo que había pasado: familiares, maestros, religiosos, consejeros y muchos otros, con o sin deseo de engañarme, de todos modos, me habían engañado haciéndome creer que lo que ellos me decían era verdad, cuando en realidad no lo era. 

Librarse de ese pasado de obvias (y no tan obvias) falsas enseñanzas, adquiridas de otros o por mí mismo, no resultó una tarea fácil y, de hecho, todavía continúa porque todavía no sé cuántas otras de mis creencias que acepto como verdaderas deberé cambiar la próxima vez que mire hacia el cielo. 

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