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¡No te muevas!, le grité. Y no se movió.

Francisco Miraval

“No te muevas”, le grité a mi hijo y, para mi asombro, no se movió, lo cual me facilitó quitarle de su espalda una inmensa araña que, cuando la vi, caminaba lentamente hacia arriba, en dirección al cuello.

Unos momentos antes, mi hijo me había ayudado a cortar algunas ramas de un árbol frente a la casa y ambos entramos a tomar a un poco de agua. Cuando mi hijo se dio vuelta, descubrí la presencia de la araña (probablemente caída de alguna rama) y por eso le pedí a mi hijo que no se moviese.

Asumí que él iba a pensar que yo, como tantas otras veces, estaba bromeando y que por eso mismo quizá se reiría, celebraría mi “broma” y continuaría tomando agua. En mi mente, imaginé que si eso sucedía la araña continuaría su camino hacia el cuello de mi hijo y, creciendo de manera desproporcionada, se transformaría en una especie de araña vampiro. Pero nada de eso sucedió.

Mi hijo se detuvo, la araña en cuestión fue removida y todo quedó resuelto en un par de segundos. Todo, excepto mi curiosidad. Quise saber por qué, sabiendo que existía la posibilidad de que yo estuviese bromeando, esta vez él me había obedecido. Asumí que se trataba de la seriedad del tono de mi voz, pero no fue esa razón.

Mi hijo me explicó algo que aprendió hace un par de años cuando colaboró con una organización de ayuda comunitaria y fue con grupo de jóvenes a realizar tareas de mantenimiento en un bosque en el sur de Colorado. Uno de los instructores del grupo les explicó que al realizar esa tarea era muy posible que insectos cayesen sobre los jóvenes voluntarios y que, si eso sucedía, quien lo viese debía pedirle al joven afectado que se quedase quieto para remover el insecto.

En muchos casos, advirtió el instructor, el “insecto” no sería tal, sino que se trataría de una ramita o una hoja que, por su forma, sólo parecía ser un insecto. Pero en otros casos, el insecto sería real, por lo que era mejor lanzar la advertencia y estar equivocado que no decir nada y encontrarse con un insecto verdadero. Y en todos los casos era mejor no moverse hasta determinar si había o no un insecto.

Me alegré que mi hijo hubiese aprendido tan bien aquella lección tan práctica y la hubiese aplicado exactamente y sin titubeos en el momento que la necesitaba. Pero me pregunté entonces qué debía hacer yo para alertar a mi hijo sobre otros posibles peligros (no tan pequeños ni inocentes como una simple araña) que también lo pueden acechar sin que él lo notase.

Las “arañas” de la adicción a la tecnología, del pesimismo sobre el futuro y del híper-individualismo y el narcisismo, entre otras amenazas, también suben por las espaldas de muchos de nuestros jóvenes y se acercan peligrosamente a sus mentes y corazones. ¿Nos escucharán nuestros muchachos si les pedimos que se detengan para poder ayudarlos? Quizá sí. 

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